"The course of Empire: Destruction" - Lienzo de Thomas Cole - 1801-1848 |
Las causas de la decadencia
Tengo la impresión que progreso material y civilización son conceptos que nada tienen que ver entre sí; y que a veces, incluso, pueden resultar antagónicos si el progreso material no se subordina a las necesidades de orden moral y espiritual que fundan y sostienen una civilización.
Cuando ocurre lo contrario, la decadencia de esa civilización ha comenzado, pero los hombres se obstinaron y se obstinan en ignorarlo, pretendiendo que la civilización que los cobija está inmunizada contra el mal que a otras anteriores las corrompió hasta liquidarlas. Se trata, sin duda, de un engaño que la Historia de la Humanidad demuestra.
A este engaño contribuye, en gran medida, otro. Con frecuencia, las civilizaciones que han iniciado su decadencia muestran un aspecto falsamente saludable, como el comensal que sonrie ahito un segundo antes de que lo fulmine el infarto. En efecto, casi todas las civilizaciones que han sucumbido lo han hecho en un momento que denotaba un gran esplendor, sostenido sobre un progreso puramente material y aparente.
A veces se reviste de prosperidad económica, o de avances científicos y técnicos, otras, de formas políticas primorosas, o de todos estos oropeles juntos, en apoteósis esplendorosa que preludia un aparatoso derrumbamiento.. A estas civilizaciones revestidas de esplendores les sucede como a las momias -cuyo aire hierático se puede confurdir con un aire mayestático-, cuyo aspecto amojamado se puede tomar por sobriedad o nobleza.
El progreso material, cuando no está animado por un impulso espiritual, arrastra a la decadencia. Y es una decadencia que nace del hastío, del cansancio, de un malestar sin forma que se va apoderando de persnas e instituciones que las va enfermando de escepticismo y desesperanza, La etiología de esta enfermedad es muy sencilla, pues es la misma que la de la planta que ha sido arrancada del suelo que le dabas sustento.
Las civilizaciones se pudren cuando son arrancadas de la fuente de su alegría y vigor. El ídolo más socorrido a lo largo de los siglos ha sido el Dinero, utilizado para satisfacer egoismos particulares. La Historia demuestra que estos ídolos son alimentos que no nutren, medicinas que no curan, bendiciones que no bendicen; son placebos que, tarde o temprano, revelan su inoperancia ante las necesidades más sinceras y duraderas del ser humano, que son de índole espiritual.
Entonces las sociedades, mientras avanza el cansancio en sus organismos, se percatan de que tales ídolos son placebos inanes; pero como la fuente de la alegría les ha sido arrebatada, solo pueden consolarse buscando otro placebo más intenso y estimulante.
Alguien afirmó que "Los hombres, una vez que han pecado, buscan siempre pecados más complejos que estimulen sus hastiados sentidos". Unos pecados que estimulan al pornógrafo -hastiado de contemplar imágenes sórdidas protagonizadas por adultos-, a buscarlas protagonizadas por niños, o bien, el drogadicto hastiado, buscará los subsidios más rumbosos del latrocinio y los entretenimientos más excitantes de la anarquía.
La decadencia siempre surge del hastío provocado por un progreso material desenbridado de exigencias morales. Ha ocurrido en todos los crepúsculos de la Historia; está ocurriendo también en éste, aunque nos neguemos a aceptarlo.
Ramón Quiñonero Solano.
autor del presente escrito.
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